
Por Oscar Müller C.
El día era caluroso y el sol quemaba inclemente aquel día de agosto de 1811. Pero ese clima no había impedido que la gente se congregara en los alrededores de aquel edificio conocido como Alhóndiga de Granadistas, de grandes muros de piedra y 27 metros de altura, en tres de cuyas esquinas colgaban sendas jaulas, conteniendo las cabezas ya casi consumidas de tres sujetos que en vida se habían identificado con los nombres de Ignacio Allende, Juan Aldama y José Mariano Jiménez y ese día, se colgaría la cabeza de otro delincuente que se había atrevido a retar el poder del monarca, el conocido como cura Miguel Hidalgo.
La jaula que contenía la cabeza de aquel sujeto, que había sido preservada en sal y ahora se encontraba reseca y desfigurada por su recorrido desde la lejana Villa de San Felipe el Real de Chihuahua, al norte de la Nueva España.
La gente se arremolinaba y lanzaba vítores gritando vivas al Rey Fernando VII, para aquella multitud había terminado la rebelión que hundió en la violencia a la región, causando miles de muertes e innumerables despojos y robos y la ejecución de aquellos rebeldes, para la mayoría de los presentes, representaba la vuelta a la paz y la normalidad y la exhibición de sus cabezas en aquel edificio que fue testigo de la matanza cruenta de cientos de civiles, representaba el poder del rey y el orden que esto implicaba.
70 años antes, en la ciudad de París, se había llevado a cabo la ejecución de un criminal que dejó impresionados a quienes la presenciaron y pusieron en tela de juicio aquellas muestras de poder del Rey. Se trata de la muerte por tortura y publica exhibición de Damiens, cuya descripción hace Michelle Foucalt, hace en su libro "Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión", de la siguiente manera:
…se encendió el azufre, pero el fuego era tan pobre que sólo la piel de la parte superior de la mano quedó no más que un poco dañada. A continuación, un ayudante arremangado por encima de los codos, tomó unas tenazas de acero hechas para el caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho, y a continuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con la tenaza dos y tres veces del mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba de cada porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de seis libras…. Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó una cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al filo de los caballos, y después se amarraron aquellas a cada miembro a lo largo de los muslos, piernas y brazos. El señor Le Breton, escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no tenía algo que decir. Dijo que no; gritaba como representan a los condenados, que no hay cómo se explica, a cada tormento: ¡Perdón, Dios Mío! ¡Perdón, Señor! A pesar de todos los sufrimientos dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba valientemente…
La gente impresionada debió haber ido abandonando la plaza mientras la ejecución se desarrollaba y los pensadores de aquellos tiempos cuestionaron la facultad que tenía el monarca para demostrar su poder, a través de esas exhibiciones públicas; entre ellos apareció Cesar Beccaria, considerado el padre del Derecho Penal moderno, que en su obra denominada "De los Delitos y las Penas", habla sobre temas como el derecho a castigar, la crítica de la tortura, la pena de muerte, las prisiones y, censura lo cruel, inhumano e injusto del sistema penal de esa época.
Ambos ejemplos son representativos de la forma como las monarquías presentaban su poder a la sociedad y, en ambos casos, vemos como la exhibición a la gente de las ejecuciones tenían la finalidad de hacer ver el poder del Rey, pero también llevaban implícita una pena la que la gente temía: La Infamia, la que conllevaba la denigración de la persona y la figura que esta hubiese tenido frente a sus conciudadanos y no en vano las constituciones actuales prohíben este tipo de sanciones y así lo hace la nuestra en cuyo artículo 22 se menciona : Quedan prohibidas las penas de muerte, de mutilación, de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la multa excesiva, la confiscación de bienes y cualesquiera otras penas inusitadas y trascendentales…
Las penas infamantes son aquellas que afectan el honor y la imagen que la persona tiene frente a los grupos con los que convive; degradan a la dignidad de la persona y de sus allegados a través de la humillación de su persona. Por eso son prohibidas en los sistemas jurídicos actuales.
La palabra roña se refiere a algo que es desaseado o sucio, pero también la aplicamos a aquellos que padecen de la enfermedad de la sarna, una enfermedad producida por un ácaro y que es fácilmente transmisible.
Triste espectáculo se presentó la semana pasada en el Senado de nuestro país cuando el ciudadano Carlos Velázquez tuvo que presentar disculpas al presidente de ese órgano Fernández Noroña, frente a el y los senadores presentes en ese pleno, por haberle insultado ocho meses antes en un aeropuerto. Definitivamente la dignidad del ciudadano se vio degradada por ese acto infamante. Una demostración de poder al puro estilo monárquico, que esperemos no se expanda como la roña.
