La política internacional de visas es un espejo de las desigualdades globales, un reflejo de cómo los países poderosos dictan las reglas del juego a su conveniencia. La situación entre Colombia y Estados Unidos es un ejemplo palpable de esta realidad. Mientras los ciudadanos estadounidenses disfrutan de una entrada libre a Colombia, los colombianos enfrentan un proceso de solicitud de visa que es, en el mejor de los casos, un calvario burocrático y en el peor, una puerta cerrada.

El reciente aumento del turismo sexual y el narco turismo en Colombia, principalmente por parte de visitantes norteamericanos, es una consecuencia directa de esta política unilateral. Estos visitantes, a menudo, no vienen a apreciar la riqueza cultural o la belleza natural del país, sino a explotar sus recursos y a su gente. Medellín, una vez conocida por su transformación urbana, ahora enfrenta una nueva ola de gentrificación y crímenes asociados a estos turistas, hemos visto a diario casos aterradores en donde incluso descuartizan a las mujeres y las meten en maletas, después salen por el aeropuerto como si nada.

La ironía es amarga: mientras algunos extranjeros explotan las libertades que Colombia les ofrece, los colombianos que buscan oportunidades en Estados Unidos son etiquetados y tratados como criminales potenciales. La visa, en lugar de ser un pasaporte a la oportunidad, se convierte en un estigma.

Es hora de cuestionar esta dinámica. ¿Por qué Colombia debería mantener sus puertas abiertas a aquellos que no ofrecen la misma cortesía? La reciprocidad de visas no es solo una cuestión de justicia; es una medida de soberanía y respeto propio. Colombia tiene todo el derecho de exigir a los estadounidenses, y a cualquier otro país que imponga restricciones severas, el mismo nivel de escrutinio que sus ciudadanos enfrentan, pero en Colombia somos arrodillados, no tenemos dignidad y tenemos hambre y mientras exista el hambre esto seguirá igual.

Este no es un llamado al aislacionismo, sino un despertar a la realidad de que la hospitalidad y la apertura deben ser mutuas. La implementación de una política de visas recíproca sería un paso hacia la afirmación de la dignidad colombiana y un recordatorio de que la hospitalidad no debe ser confundida con la sumisión.

La reciprocidad de visas es, en última instancia, una declaración de igualdad. Es reconocer que cada persona, independientemente de su nacionalidad, merece ser tratada con el mismo respeto y consideración. Para Colombia, es también una oportunidad de poner fin a la explotación desenfrenada y de comenzar a construir relaciones internacionales basadas en el respeto mutuo y la equidad.

Felipe Szarruk

Felipe Szarruk